7 de abril de 2014

Capítulo I

Los rayos del sol se colaban entre la espesa vegetación del Gran Bosque, tímidos y titubeantes, sin llegar a deshacer las oscuras sombras del todo, pero caldeando el ambiente. Tras unos arbustos, una joven de ojos profundos, intensamente azules, recorría los alrededores con la vista. Todos sus músculos estaban en tensión, y nada escapaba de su aguda percepción. A su espalda colgaba un carcaj con varias flechas con plumas de diferentes colores, y portaba un arco de madera, tallado con extraños símbolos y runas. Pero no cargaba con ninguna presa, de hecho ni siquiera parecía querer cazar algo. En realidad, parecía esperar a alguien. Esperaba acuclillada, con las plantas de los pies bien hundidas al suelo, y sólo asomando los ojos por encima del arbusto que le servía de parapeto. La ondulada melena, de un negro azabache, caía en despreocupadas cascadas por su espalda y hombros, y sus finas manos, bajo unos guantes de cuero, se aferraban al arco con fuerza. Vestía una blusa blanca, y pantalones cortos, sujetos por un cinturón de cuero, donde estaba enganchada una daga de larga hoja de metal, con los mismos símbolos y runas que tenía el arco, grabados en la hoja. Calzaba unas botas también de cuero, para avanzar por el bosque.
Un repentino crujido hizo que Laia se volviese en redondo con una rapidez insólita, a la vez que colocaba una flecha en el arco y se preparaba para disparar, mientras un escalofrío le subía por la espalda, pese a que el aire era húmedo y caluroso. Cerró el ojo derecho y apuntó con el izquierdo, pero al reconocer la familiar figura bajó el arma.
—¿Aún te doy miedo? —preguntó, burlona, la muchacha que había aparecido de la nada.
—Has tardado, Viana —observó Laia, haciendo caso omiso de la pregunta. La otra se encogió de hombros.
—Tenía asuntos que resolver.
—¿Cuáles?
—No son de tu incumbencia, niña. Después de todo este tiempo, parece mentira…
—¿Que sigas llegando tarde? Lo sé. Es increíble —resopló, mientras se cargaba el arco al hombro y le daba la espalda a Viana para internarse en la maleza. Al percatarse de que la otra no la seguía, se detuvo y se dio la vuelta—. ¿Vamos?
—Hay Reclutas cerca —respondió la otra, con seriedad.
—¿Qué? Es imposible. La Ronda de la mañana terminó hace tiempo, y la de la tarde no empieza hasta dentro de… —levantó la vista, buscando el sol, pero fue incapaz de encontrarlo. Se encogió de hombros, con indiferencia— aún falta tiempo.
—¡Laia! Deja de comportarte así. Estás a mi cargo, ¿recuerdas? Te digo que hay Reclutas cerca, hay que esconderse. ¡Vamos! —la empujó con fuerza, instándola a agacharse y a ocultarse entre la hierba alta y los arbustos. Cuando se aseguró de que no quedaban huellas de sus botas ni de ninguna otra prueba que pudiera delatar su presencia, se agachó junto a Laia y se encogió.
—¡Pero bueno! ¿Desde cuándo…? —la irritada voz de Laia fue ahogada por el ruido de pisadas.
—¡Chst, calla! —susurró Viana, entrecerrando los ojos e intentando ver algo a través de las ramas y hojas de su escondite. A regañadientes, Laia dejó de hablar. No tardó en aparecer en su campo de visión un grupo de dos hombres y tres mujeres, todos ataviados con uniformes de cazadores y armados hasta los dientes, que se detuvieron justo frente a ellas.
—¡Estoy segura de que la he visto venir aquí! —gritaba en esos instantes una de las mujeres, la de aspecto más rudo. Hablaba rápido y con un fuerte acento, pero los otros miembros del grupo no parecían hacerle demasiado caso.
—¿Qué hacen aquí? —preguntó Laia en susurros a Viana, mirándola acusadoramente. Ella le hizo un gesto de silencio y volvió a centrar su atención en el acalorado debate de los Reclutas.
—Aquí no están —hizo notar un hombre alto y fornido, mirando a la mujer que había hablado antes.
—La chica ha venido aquí, estoy segura. ¡Mirad! —la mujer blandió un aparato del tamaño de la palma de su mano.— El GPS dice que…
—Recluta 004, deja ya de intentar impresionarnos. Te pasas los días así —se quejó una mujer delgada y bajita.
—Vámonos, estamos perdiendo el tiempo.
—Sí; ¡demasiado tiempo de descanso hemos perdido ya por culpa de 004! Volvamos a la Central, tengo hambre —dijo el hombre alto.
—¡Tú siempre pensando en comida, 002! —era la que se había quejado antes.
Así, entre quejas y discusiones, desapareció entre la maleza el grupo de Reclutas, dejando a unas Laia y Viana perplejas. Laia fue la primera en levantarse y desperezarse.
—¿A qué ha venido todo eso? ¿Cómo sabían que estábamos aquí? —preguntó Laia, más para sí misma que para Viana.
—La tal Recluta 004 ha dicho algo de un GPS —hizo notar la muchacha. Laia se dio la vuelta y la miró.
—¿Sabes tú algo de un GPS?
Viana resopló, despectiva.
—¡Pues claro que sé algo sobre GPSs!
—¿Y qué…? ¡Ah, claro! Tú eras una Recluta, ¿no?
Obtuvo una fulminante mirada de parte de Viana por toda respuesta. Laia sabía que no le gustaba hablar del tema, pero en el pasado Viana había sido una Recluta de los Ángeles, y en su espalda aún se podían ver las cicatrices por los lugares en los que las alas se le habían fusionado con la piel, cuando había sido expulsada y rechazada por los suyos.
“Antes debía de tener unas alas preciosas” Laia no pudo frenar ese pensamiento, pero no lo dijo en voz alta. Sabía que no se debía jugar con el pasado de la gente, y menos aún con el de Viana. En ocasiones podía resultar un juego divertido e interesante, pero era como jugar con fuego, siempre acababas quemándote, sobretodo en aquel lugar, donde la guerra era el principal entretenimiento, y la sed de poder y de dominio era más fuerte que los posibles lazos de lealtad, fidelidad y amistad que existían entre los habitantes de aquél pequeño reino de los alrededores del Lago Medialuna, aquél pequeño reino que había recibido el nombre de Ambhad, "Elegido por las Alas y el Báculo".