13 de abril de 2014

Capítulo III

Laia se despertó en una habitación gigantesca, entre sábanas negras y blancas, rodeada de cojines de terciopelo. La joven abrió los ojos con dificultad y trató de incorporarse, pero el dolor se lo impidió. ¿Qué había ocurrido? Trató inútilmente de hacer memoria. Sentía algo raro en ella, pero no sabía el qué. Miró con curiosidad a su alrededor, examinando todo. Desde las paredes negras con motivos blancos hasta los muebles de tonos grises: la cómoda sin tiradores y el escritorio de cristal oscurecido con líquido negro en el interior. Laia nunca había visto nada igual, todo estaba perfectamente ordenado. La estancia era tan impersonal y fría que incomodó a la muchacha.
—Vaya, ¿por fin te has despertado? ¿O eres sonámbula? —dijo una voz muy familiar.
Laia levantó la vista y se encontró con Viana, que había aparecido en una hamaca de madera oscura como si el aire se hubiese unido formando su figura.
—Hace un segundo no estabas ahí.
—Volver a este lugar me ha devuelto algunos… poderes. Aunque a muchos no les haga gracia —repuso la muchacha.
—Estamos… ¿en Agäezèl? ¿La Central de los Ángeles? —Laia se fijó por primera vez en las alas que brotaban de la espalda de su amiga, majestuosas. Eran grandes, de plumas blancas y aspecto esponjoso.
—Sí. Oh, ¿te gustan? —Viana acarició una de sus plumas al percatarse de la sorprendida mirada de Laia.
—Son… preciosas.
—Las tuyas son parecidas, ¿no te has dado cuenta?
—¿Las mías? —Laia no pudo evitar un tono de desconcierto de su voz. Retiró la mirada de Viana y la dirigió a su lado, donde, semiocultas por sus cabellos oscuros, reposaban unas alas de plumaje blanquísimo, y supo a qué se debía esa extraña sensación. Trató de decir algo, pero las palabras se le ahogaron en la garganta. Sin saber muy bien lo que hacía, trató de moverlas, y para su sorpresa ambas alas, totalmente sincronizadas, aletearon suavemente. La muchacha levantó una mirada brillante hacia Viana— ¿Las Alas me atravesaron?
—Sí, y el Báculo también. Fíjate —Viana señaló el báculo que estaba apoyado contra la pared, a su lado. Laia abrió unos ojos como platos.
—¿Soy un fantasma?
Viana dejó escapar una sonora carcajada.
—Yo diría que no, pero si quieres comprobarlo por ti misma, ahí tienes cuatro paredes para intentar atravesar. Aunque no te lo aconsejo, los que están al otro lado desean intimidad… Por eso no son paredes transparentes.
—Tan graciosa como siempre. Supongo que ya no somos Inexistentes, ¿verdad?
—Bueno, no sé cómo lo verás pero los Máximos Representantes estuvieron discutiendo por traerte aquí, a Agäezèl, o a la Torre de los Hechiceros, Línyâg.
—¿Y por qué se decidieron por traerme aquí?
Viana se encogió de hombros.
—Verme contigo les hizo decidirse, supongo —volvió a acariciarse las alas.
—Pero los Ángeles te rechazaron hace tiempo, ¿no habría sido más lógico llevarnos a Línyâg?
—Los Hechiceros no querían que una Recluta de los Ángeles pisara su base, por mucho que me rechazasen. De todos modos, tan pronto como te recuperes volaremos a Línyâg. Hablando de eso, ¿estás ya mejor?
—Apenas puedo moverme del dolor. Si a eso lo llamas estar mejor, pues no sé…
—Antes estabas completamente inconsciente. Un poco mejor, estás —la interrumpió Viana.
—Bueno, vale, sí, puede ser. Pero no mucho mejor. ¿Cómo puede doler tanto que te traspasen un par de rayos de luna con forma?
Viana sonrió.
—¿Un par de rayos de luna con forma? Laia, los “rayos de luna con forma” son las representaciones de los mayores poderes de todo el reino de Ambhad. ¿Eres consciente de lo que te acaba de pasar? ¡Es la primera vez en la historia que ha pasado esto! ¡Y has sobrevivido! —parecía muy orgullosa, lo que reconfortó a Laia. Viana era su ejemplo a seguir, y si ella se sentía orgullosa… Sintió que se sonrojaba.
—¿Saben lo que me ha ocurrido?
—¿Quiénes?
—Pues… ellos.
—¿Tus padres o los rebeldes en general? Sí que lo saben, has montado un revuelo de mil demonios. Aunque no podía esperarse menos. ¡Has revolucionado todo Ambhad! Dentro de poco empezarán a venir aquellos a los que la guerra tanto perjudicaba para conocerte, y quizás hasta adorarte.
—¡No exageres! Yo no he hecho nada —hundió la cara en el almohadón y cerró los ojos. Le ardía la garganta.
—¿Nada? ¡Por Dios, Laia, eres la primera Mestiza! Has parado la guerra, ¡tienes a todos a tus pies!
—¿Mestiza? Qué poco han tardado en etiquetarme —se quejó, frunciendo el ceño.
—Guarda los sarcasmos para más tarde, jovencita —interrumpió una voz completamente desconocida para Laia, quien de nuevo trató de incorporarse. Obtuvo los mismos resultados que antes. Oyó los pasos que se acercaban al borde de la cama, y enseguida apareció en su campo de visión un hombre anciano, de cabellos largos y canosos recogidos en una coleta, sujeta por una cinta grisácea, casi del mismo tono que su pelo. Sus ojos reflejaban cansancio, pero ninguna emoción. Vestía una túnica y sandalias de cuero trenzado. Su porte era altiva. Demasiados aires de superioridad para el gusto de Laia.
—¿Quién eres?
— Soy Nilrem, Máximo Representante hechicero —se presentó el recién llegado.
—¿Un hechicero en Agäezèl? Ésta sí que es buena —se burló Laia.
—Supongo que tu… —le dedicó una mirada de reojo a Viana.— amiga ya te ha hablado sobre nuestros planes respecto a tu futuro. Vendrás conmigo a Línyâg tan pronto como te recuperes. Probablemente, podrás acomodarte en la Torre dentro de una o dos semanas, como mucho.
—Por lo visto, habéis decidido utilizarme como un juguete e ir turnándoos para tenerme, ¿no es cierto?
El hechicero entrecerró los ojos.
—En absoluto, ¿qué…?
—No te utilizan de juguete, creo que sería más correcto decir que te usan como arma —interrumpió Viana, con desparpajo y bajo la furibunda mirada del hombre.
—¿Serías tan amable de dejarnos solos? —pidió Nilrem, amenazador.
—Sólo si ella quiere. ¿Quieres? —Viana se dirigió a Laia. Ella asintió, a aquél hombre no le interesaba hacerle daño.
—Si necesitas algo, chilla, ¿vale? No me fío de él —dijo Viana, antes de desaparecer, como si no hubiese estado nunca allí.
—¿Y bien? ¿Qué quieres?
—Te enseñaré a utilizar todos tus poderes como hechicera, a partir de ahora estás a mi cargo. ¿Dónde está tu báculo? —el hechicero paseó la vista por la habitación.
—Ahí —Laia señaló el objeto, que reposaba en el mismo lugar donde había estado antes, pero ahora brillaba tenuemente. El hechicero pareció sorprenderse al verlo.
—Está recopilando energía mágica, como si fuese a ejecutar un hechizo.
—¿Y cómo va a hacer nada si yo no sé cómo usarlo? Pregunto.
El hombre observó un instante el báculo, e intentó cogerlo. En cuanto las yemas de sus dedos tocaron el objeto mágico, saltaron chispas.
—¡Ay! —se quejó el hechicero, llevándose las quemadas puntas de los dedos a la boca para mitigar el dolor, bajo la burlona mirada de Laia.
—Hasta ese objeto sin alma te odia —rió la muchacha. El hechicero torció la boca.
—Los báculos sí que tienen alma.
Laia enarcó las cejas.
—¿Y no puedo pedir otro maestro al que mi báculo no le ataque?
—¡Cómo te atreves! No hay ningún hechicero más poderoso que yo, ni más apto para tu enseñanza.
—Yo soy mitad ángel y mitad hechicera. ¿Eso cuenta? Digo yo que también necesitaré un maestro ángel —razonó Laia.
—Eso aún está por negociar.
Laia resopló.
—Y ahora, si me hicieses el favor, me gustaría que tu báculo dejase de rechazarme.
—Yo no le estoy ordenando nada.
—¿De verdad? —no parecía creerla. Laia asintió, y el hombre volvió a intentar coger el báculo. De nuevo saltaron chispas, y el hechicero miró iracundo a la muchacha.
—¡Que yo no he hecho nada! —se quejó Laia.
—Los báculos no actúan por sí solos.
—El mío sí.
Nilrem suspiró, derrotado.
—Bien, entonces intenta cogerlo tú.
—No puedo. ¿No ves cómo estoy? Ni siquiera soy capaz de incorporarme —dijo Laia, bajando la vista. El hechicero resopló, mientras se acercaba a la muchacha, con chispas brillantes suspendidas entre sus dedos. Murmurando palabras extrañas, agitó los dedos de modo que las chispas se desprendieron y cayeron sobre la cabeza de Laia, que cerró los ojos con gesto de dolor.
—¿Qué… qué haces?
—Estate quieta, y calla —ordenó Nilrem mientras seguía esparciendo las chispas mágicas sobre Laia, que cerró los ojos con fuerza, mordiéndose el labio para no gritar. Al cabo de unos instantes, Nilrem se alejó un par de pasos.
—Esto acelerará tu recuperación. Prueba a levantarte ahora.
Sin dejar de morderse el labio, Laia obedeció. Poco a poco, con cuidado, fue impulsándose con los brazos hacia arriba, hasta que su espalda quedó totalmente recta, apoyada contra el cabecero de la cama. La muchacha se toqueteó las plumas de las alas, y probó a moverlas de nuevo, primero lentamente, y después con más energía hasta que el aleteo ocasionó una suave ráfaga de aire. Laia sonrió, orgullosa.
—No te he dado esa energía vital para que intentes volar con esas cosas horribles —se quejó Nilrem—. ¿Puedes levantarte y sostener el báculo?
Laia dejó de aletear y se quedó mirando fijamente al hechicero.
—¿Pretendes empezar ya con mi entrenamiento? —preguntó, sorprendida.
—Cuanto antes seas capaz de, al menos, defenderte, mucho mejor. Corres peligro, Laia —era la primera vez que la llamaba por su nombre—. Tan sólo en Línyâg y aquí estás segura, tan pronto como respires el aire del exterior deberás temer por tu vida. Lo sabes, ¿verdad? Supongo que esa amiga tuya te lo habrá dicho ya. Los Rebeldes te buscan, y no cesarán hasta conseguir sus propósitos y la continuidad de la guerra.
 —Pero… tú eres uno de los Representantes. Odias a los ángeles, ¿cómo puedes hablar así? —Laia miró al hechicero, con un nuevo respeto.
—Tu aparición ha relegado el odio a un segundo plano, ¿no te habías dado cuenta? —repuso Nilrem, en un tono de voz que hizo que, por primera vez, Laia se percatase del gran peso que cargaba sobre ella: el peso de la justicia, el poder de restaurar la paz en un país corroído por la destrucción de la guerra.